martes, 7 de abril de 2015

Ser a destiempo

Los peces eran grandes y negros. Había uno más pequeño, naranja con manchas blanquecinas. La fuente era vieja, de piedra, y sus paredes interiores se hallaban cubiertas de verdín. Un envoltorio de piruleta flotaba en la superficie del agua. Los peces nadaban lentamente y yo no tenía doce años.

 
Mi prima apenas tendría uno y medio. Acababa de aprender a andar y los peces le gustaban. Alguien tenía que quedarse con nosotras mientras los demás, los que ya habían cumplido doce años, estaban donde los menores de esa edad no debían. O no podían. La norma era estricta, o eso me lo parecía a mí. Estricta, dolorosa e hiriente.

Era primavera. Mayo. Hacía calor. Yo no tenía doce años y quería tenerlos. Necesitaba tenerlos. Algo -las miradas ajenas, los tonos de voz, los gestos -presagiaba que no tendría otra oportunidad para necesitar tener doce años. El tiempo para que tener esa edad fuera útil se agotaba.

-¿No puedo ir yo también?
-No.
-¿Y si se lo explicamos?
-Es que no es un sitio para niños.

No era un sitio para nadie, en realidad. Así que miraba los peces, le ponía caras a mi prima para que se riese, deseaba tener doce años y esperaba.

Murió con el mes, cuando rayaba junio. No me había dado tiempo a tener doce años y derecho a cruzar la puerta, subir las escaleras y despedirme. Ya no importaba. Podía seguir teniendo ocho. Podía sentir perfectamente la pérdida con ocho años. No había normas estrictas que me impidiesen llorar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Escribe sólo si tus palabras honran el silencio.