En la
ciudad de las tres culturas, una cuarta aguarda, paciente, el momento
de culminar su venganza. Están ahí, esparcidos por toda la urbe,
embutidos en mamposterías vetustas, escondidos en cimientos
estratificados. No pasan desapercibidos y lo saben. Nos vigilan. Nos
evalúan.
Esperan.
Para nosotros, sometidos a las leyes biológicas, es difícil asumir que unos trozos de roca metamórfica total o parcialmente labrados albergan consciencias transtemporales que sólo los poetas malditos podrían atisbar, describiéndolas con sus adjetivos imprecisos y su narrar delirante. Su sed de revancha los ha dotado de una paciencia infinita y aguardan tranquilos el momento de alcanzar su libertad. Mientras tanto, no están ociosas.
Mas, si queremos tratar de entenderlos, hemos de empezar por el principio. Nosotros apenas les importamos. Somos un contratiempo ínfimo comparado con el cataclismo que los encerró en piedra, en las eras geológicas que ningún ser vivo -o,al menos, ningún ser que se ajuste a lo que nosotros concebimos como "vivo"- recuerda. No conocemos sus crímenes, pero dada la proporción del castigo, deducimos que se trató de verdaderas atrocidades. Sus enemigos trataron de que su prisión fuese lo más segura posible, pero no contaron con el pensamiento abstracto que las amebas evolucionadas en homínidos terminarían desarrollando. No se imaginaron que pudieran existir en este universo la arquitectura y la escultura, ni que sus cautivos del mármol blanco fuesen mutilados; cincelados en forma de sillares y labrados con cuadrifolias.
Nuestros antepasados, habitantes y trabajadores de esta ciudad condenada, aprovecharon aquella veta maldita, que parecía tan viva y apetecible, en tantas construcciones como pudieron. Ese paso los liberó al mundo, a la luz, y pudieron desplegar su influencia. Somos incapaces de comprender el cómo. Desde entonces, no han cejado en su empeño de atraer nuestra atención. No han dejado que nuestros pequeños avatares políticos obstaculicen su plan. Cuando los edificios fueron derribados y sus piezas desmembradas, encontraron la forma de permanecer visibles.
El misterio que rodea su percepción no desvela cómo han conseguido embaucarnos, cómo consiguen atrapar nuestros ojos aun ahora, provocando nuestra fascinación. Quizá se alimenten de ella. Nos llaman desde los muros, destacando con su blancura entre el gris y el pardo circundante, y ostentan, cuando pueden, las formas que los artesanos les dieron. Han despertado así en muchas almas la necesidad de buscarlos, de desenterrarlos, de sacarlos a la luz. Efusivos eruditos y orgullosos arqueólogos se regocijan cuando una nueva pieza de mármol es descubierta. ¿Quién sabe qué más corazones han inflamado, y cómo? No es casualidad que éstas, las nuestras calles, estén preñadas de misterio y circulen las leyendas como lo hacen. Son ellos. O ello. No sabemos si en su dimensión es posible un plural.
Las piedras están ahí. Las piedras hablan, sin lenguaje y sin palabras, y en nuestra parca consciencia ignoramos que somos sus marionetas. Sus herramientas. No podemos saber cuál es su objetivo, pero por ahora se contentan con salir a la luz y mirarnos desde los muros y murallas. Han conseguido que las reaprovechemos, civilización tras civilización; hemos caído bajo su hechizo, su yugo, su poder. Estamos, inconscientes, en sus manos, a merced de su pétrea voluntad. No podemos saber qué están haciendo con nosotros, a dónde nos llevan, si nos están utilizando para consumar una venganza atávica, cruel, contra la que no nos podremos, inocentes, rebelar.
Esperan.
Para nosotros, sometidos a las leyes biológicas, es difícil asumir que unos trozos de roca metamórfica total o parcialmente labrados albergan consciencias transtemporales que sólo los poetas malditos podrían atisbar, describiéndolas con sus adjetivos imprecisos y su narrar delirante. Su sed de revancha los ha dotado de una paciencia infinita y aguardan tranquilos el momento de alcanzar su libertad. Mientras tanto, no están ociosas.
Mas, si queremos tratar de entenderlos, hemos de empezar por el principio. Nosotros apenas les importamos. Somos un contratiempo ínfimo comparado con el cataclismo que los encerró en piedra, en las eras geológicas que ningún ser vivo -o,al menos, ningún ser que se ajuste a lo que nosotros concebimos como "vivo"- recuerda. No conocemos sus crímenes, pero dada la proporción del castigo, deducimos que se trató de verdaderas atrocidades. Sus enemigos trataron de que su prisión fuese lo más segura posible, pero no contaron con el pensamiento abstracto que las amebas evolucionadas en homínidos terminarían desarrollando. No se imaginaron que pudieran existir en este universo la arquitectura y la escultura, ni que sus cautivos del mármol blanco fuesen mutilados; cincelados en forma de sillares y labrados con cuadrifolias.
Nuestros antepasados, habitantes y trabajadores de esta ciudad condenada, aprovecharon aquella veta maldita, que parecía tan viva y apetecible, en tantas construcciones como pudieron. Ese paso los liberó al mundo, a la luz, y pudieron desplegar su influencia. Somos incapaces de comprender el cómo. Desde entonces, no han cejado en su empeño de atraer nuestra atención. No han dejado que nuestros pequeños avatares políticos obstaculicen su plan. Cuando los edificios fueron derribados y sus piezas desmembradas, encontraron la forma de permanecer visibles.
El misterio que rodea su percepción no desvela cómo han conseguido embaucarnos, cómo consiguen atrapar nuestros ojos aun ahora, provocando nuestra fascinación. Quizá se alimenten de ella. Nos llaman desde los muros, destacando con su blancura entre el gris y el pardo circundante, y ostentan, cuando pueden, las formas que los artesanos les dieron. Han despertado así en muchas almas la necesidad de buscarlos, de desenterrarlos, de sacarlos a la luz. Efusivos eruditos y orgullosos arqueólogos se regocijan cuando una nueva pieza de mármol es descubierta. ¿Quién sabe qué más corazones han inflamado, y cómo? No es casualidad que éstas, las nuestras calles, estén preñadas de misterio y circulen las leyendas como lo hacen. Son ellos. O ello. No sabemos si en su dimensión es posible un plural.
Las piedras están ahí. Las piedras hablan, sin lenguaje y sin palabras, y en nuestra parca consciencia ignoramos que somos sus marionetas. Sus herramientas. No podemos saber cuál es su objetivo, pero por ahora se contentan con salir a la luz y mirarnos desde los muros y murallas. Han conseguido que las reaprovechemos, civilización tras civilización; hemos caído bajo su hechizo, su yugo, su poder. Estamos, inconscientes, en sus manos, a merced de su pétrea voluntad. No podemos saber qué están haciendo con nosotros, a dónde nos llevan, si nos están utilizando para consumar una venganza atávica, cruel, contra la que no nos podremos, inocentes, rebelar.