Sale esta entrada un Día del Libro en el que se publica la última parte de la que he denominado “historia de mi vida”, Mosgaira. Ritos será la última obra que publique de momento. Estoy muy cansada de los tiempos modernos.
Como ya le hice una presentación a bombo y platillo a esta saga cuando salió el primer volumen, no voy a volver sobre lo que dije entonces. Me voy a regodear en el gozo de escribir: en el viaje.
Fíjate tú lo que cambian los tiempos. Aquel primer sábado de octubre de 2022 no había oído hablar de ChatGPT (la Chati, pa los enemigos) ni estaba Google contaminado con un montón de imágenes mierderas creadas con IA pretendiendo ser “reales” y hundiéndonos en una distopía de falsa realidad que no habíamos visto nadie venir. No había discusiones bizantinas en twitter de prompters creyéndose Dostoyevski o Velázquez porque tienen “ideas muy güenas” y aun despreciando la técnica literaria o pictórica quieren atribuirse a sí mismos el título de “escritor” o “ilustrador”, que es lo que les mola: el aplauso, el reconocimiento equivalente a algo que no han hecho. Ay, almas de cántaro, jardineros de plantas de plástico. Gente que ansía tener un producto en la mano y poder decir que es suyo: avatares del capitalismo egocéntrico, elementales del efecto Dunning-Kruger del proceso artístico. Ni artistas, ni artesanos, ni mecenas: un nuevo horror que despoja al arte de alma, que es lo único que le quedaba al pobre después de que las vanguardias le arrebataran la belleza. Duchamp me puede chupar un pie.
En este percal vengo yo a hablaros de mi historia con mi historia.
Todo empezó con un cuaderno con las hojas de colores donde empecé a escribir cosas inconexas. Creo que los primeros cuentecillos/dibujos son de 1998, el mismo año que gané un premio local con un cuento fantástico de una niña con un pijama de osos secuestrada por fuerzas telúricas que salva el pellejo contando una historia sobre la personificación antropomórfica de una ciudad y que sigue siendo una de las mejores cosas que he escrito nunca. De ese cuento me quedé la Niebla y de la Niebla salieron, con el tiempo, las Siete Fuerzas.
No escribía bien, pero leía mucho. En aquellos primeros tiempos escribía donde pillaba y como pillaba: en ese cuaderno nació la Parte Oscura después de dibujar un mapa un día porque sí. Empezaron a aparecer personajes, árboles genealógicos, esbozos de especies de criaturas que no eran humanas. En paralelo, escribía otras cosas: escenas que me apetecían, fuera de contexto. En cierto momento empecé a hacerlo en el ordenador también, aventura no exenta de peligros, porque el ordenador que tenía yo a mano era un mostrenco de principios de los 90 con MS DOS. En él empezaron a criarse tres historias que en un principio no tenían nada que ver: una con la Orden del Halcón, otra con Duyde y una tercera con Yerkes y Tarej.
Cuando te pones a hacer algo sin tener ni idea de cómo, la curva de aprendizaje es lenta. Cuando además no sabes qué es ese “algo” que estás haciendo, más todavía. Escribir para mí empezó siendo un juego. Algo que disfrutas haciendo. Llegar a terminar algo no entraba en la ecuación porque lo que me molaba era pasarme horas delante del ordenador imaginando escenas y poniéndolas en palabras.
Y aprendiendo a escribir en el teclado, que se me olvida siempre ese pequeño detalle. “Escribir a máquina”, lo llamábamos.
Imaginaos lo alienígena que me resulta que ahora la peña quiera saltarse eso y contentarse con firmar el libro que no han escrito pa poder hacerse el afoto.
Huelga decir que todo aquello, aunque tenía potencial, hacía aguas por todas partes. Sin embargo, la experiencia de encontrar esas fugas e ir arreglándolas a huevo puro, poquito a poquito, durante años, es exquisita, irrepetible, maravillosa, mágica. Qué aprendizaje. Qué de palabros. Qué de burradas me gustaba hacer. Ese proceso empezó cuando se me cruzó el cable y empecé a unificarlo todo en una sola historia. Me encontré con problemas como justificar que la misma protagonista tuviera tres nombres distintos, elegir qué iba antes de qué, empezar a recortar. Y descubrí, también, que en el fondo lo que quería era escribir el libro que no encontraba en fantasía en aquel mundo previo a que internet se diese por sentado.
Y tardé más de veinte años.
Por el camino leí muchas cosas. Empecé a escribir a saco después de leer a Tolkien; luego llegaron Añoranzas y Pesares, Olvidado Rey Gudú y Cien Años de Soledad. Me leí también varias sagas fantásticas que me entretuvieron bastante y tochardos místico telenovelescos estilo El Ocho. Terry Pratchett llegó más tarde. Toda esta gente me confirmó que tener seis millones de personajes era posible y que los secretos chungos del pasado que vienen a morderte el culo son una de las cosas que más me gusta encontrarme en una historia. A esas ediciones me remitía cuando empezaba a preguntarme a qué va pegada o no la raya de diálogo y cómo se puntúan, si hay o no espacios entre párrafos y demás. Eran mis escalones en mi lenta curva de aprendizaje. Una de las cosas con la que más flipé fue con los cuentos perdidos e inconclusos de Tolkien: el hecho de que hubiera versiones, que el mismísimo Maestro se hubiera pegado con sus propias contradicciones y no lo tuviera claro todo desde el principio, fue algo epifánico.
Ahora vienen spoilers.
Los verdaderos “villanos” tardaron años en aparecer. No se me ocurría una amenaza lo bastante chunga como para que todo el mundo tuviera el miedo que tenía, y cuando aparecieron los davos no eran más que Malosos Malignos de Villaperversidad de Enmedio. El plot twist del final de Hechizos, que arregló bastante el asunto, se me ocurrió sobre la marcha. En un principio Shaymna no era más que el Gandalf de la historia de los Yerkes. Lo bien que encajaba que todo hubiera sido por amor (viva Homero) se fue luego perfilando con la historia de Endda. Hay un gozo especial en fliparte escribiendo escenas en las que te sacas de la manga un personaje mitológico ex machina y luego vas hilando sobre el texto hacia atrás para ir metiendo prefiguraciones y pistas. La magia de que a veces has metido esas pistas sin darte cuenta, colega, no tiene precio.
De verdad, el viaje. EL VIAJE. Ese momento en que estás en mitad de la escena y un personaje se te rebela, que fue lo que pasó con Shaymna. Lo de Niebla es de principiantes. Cuando averiguas el verdadero propósito de tus antagonistas y va y encaja. Igual por eso no sé escribir con escaleta: no sé a dónde voy ni cómo voy a llegar. Es un poco como las primeras veces que iba de viaje con mis padres, que no sabía ni qué piedro venía a continuación ni por qué calles íbamos a pasar y todo era sorpresa.
Y así veinte años. Escribiendo otras cosas entre medias.
La última corrección, la de la pandemia, fue a sangre y fuego. Recorta, pega, pinta y colorea. Arregla las tramas. Escribe lo que falta. Reescribe lo que sigue sin haber por dónde cogerlo. Cárgate personajes, perfila otros que estaban ahí siendo floreros. Es jugar. El proceso es un gozo, aunque sea difícil, aunque te atasques, aunque te quite el sueño. Sin duda sabrás ya lo que significan las Ítacas. De hecho, ha cambiado varias veces de final. Es una historia que ha sido muchas historias y eso tiene que salir por alguna parte.
Recorta, pega, pinta y colorea
Al final, Mosgaira viene a hablar de buscar tu camino en un mundo en el que ya no existe aquello a lo que estabas destinada. Pertenezco a esa generación a la que le explotó en el hocico la quimera de que estudiar y esforzarte tenían como consecuencia un trabajo fijo y una vida mejor, en la que podías comprarte una casa con tu sueldo y otros cuentos. La frustración de crecer con un propósito que ni siquiera has elegido y que luego al final resulte que solamente puedes cumplirlo a medias y da gracias te deja en un estado de “pero qué pinto yo aquí” que puede ser tan catártico como destructivo. Y esa es la Kendra que nos encontramos en Ritos: una que ha perdido el poder de la marca y que ya no sirve para nada más que para quitársela de en medio. A ver cómo se busca un propósito alguien a quien nadie le ha dicho que tiene potestad para hacerlo, con el extra de que el mundo se está yendo a la mierda por varios sitios.
Que sí, que es fantasía, de verdad. El tema de los elegidos siempre me ha llamado la atención, pero sobre todo para retorcerlo: qué pasa con los descartados. “Ya, mira, sé que te has pasado la vida pensando que el mundo sería tuyo, pero tenemos un problemilla estructural y va a ser que no, que te cunda”. Soy, además, defensora a ultranza de los finales satisfactorios, aunque no sean “felices”, porque bastante mierda es ya la vida como para encima negar una resolución decente a los personajes (chúpate esa, pazos de Ulloa). Para eso tenemos la ficción. Si buscáis cosas deprimentemente realistas, no es aquí, gracias, hasta luego.
Pues eso. Feliz Día del Libro.