Cada nivel es un puzle más o menos complejo. No puedes apreciar todos sus recovecos al primer vistazo: tienes que ir dando la vuelta, mirando bien, y aun así hay rincones que no se revelan hasta que has dado ciertos pasos previos. Todo en ellos tiene lógica.
Para que veáis un poco de lo que estoy hablando.
Me parece una forma fantástica de abordar la creación de un personaje, de elegir qué mostrar y qué no mostrar, pero sí tener en cuenta a la hora de presentarlo. Además, aplicar lo de las causas y consecuencias al diseño de personajes es fascinante: ¿cuáles son las palancas, cuáles los resortes de este personaje? ¿Qué pasa si se activan? ¿Cómo se activan?
Hay más. Cuando acabas un nivel, te aparece una hojita en la que se refleja si has encontrado todos los tesoros y si has hecho o no lo "especial" del nivel: encontrar un champiñón dorado, no recibir daño, lo que sea. Eso no se te dice al empezar el nivel. Es al terminarlo cuando descubres si sí lo has conseguido o no (y quieres volver al nivel a conseguirlo, por supuesto).
Aplicar esto bien hecho a crear personajes puede ser glorioso. Descubrir al final de un libro un detalle que explicite algo sobre un persoaje que puedes haber visto desde el principio o no, haciendo que desees analizar de nuevo la lectura e identificar esas piezas que encajan le otorga una capa extra de chicha a una novela o un relato.
Y Sam Gamyi hace eso.
Al releerme Lord of the Rings, le he estado prestando más atención a Sam. De todos los personajes de la novela, es el que me va pareciendo mejor construido, cada vez más. Quizá por ser un jardinero pedestre que se ha criado en la normalidad, como cualquier hijo de vecino y, sin embargo, es especial ya antes de empezar la acción.
Sam interaccionando con elfos por primera vez.
Alan Lee sí que entiende a Tolkien.
Si le damos la vuelta a Sam un poco, como en un nivel de Captain Toad, y nos vamos a la parte de atrás del jardín de su alma, aparece desde el principio una lucidez hermosa y devastadora: desde el momeno en que se entera de que se va con Frodo, "a ver elfos y todo lo demás", y se echa a llorar. En el maremágnum de "qué chungo el enemigo, qué peligroso el anillo, ay madre" pasa ligeramente desapercibido ese detalle potentísimo, el de entender el precio de las cosas, el peaje de emprender un viaje donde maravilla y horror van a darse la mano y que lo va a cambiar todo. Se activa su palanca.
Y es precisamente esa lucidez la que le permite después rehacer su vida.
En una línea, Sam se revela. Hay más de esto a lo largo del libro, más comentarios sobre elfos y su fascinación por ellos. También resulta que el jardinero siembrapatatas es un pozo de curiosidad insaciable, que tiene inquietudes líricas y una vida interior (sus túneles, sus tesoros escondidos) tremenda, que probablemente tenga mucho que ver con la resilencia de mármol que presenta (el momento olifante, en el que conserva la capacidad de maravillarse y de identificar el momento único que está viviendo incluso en medio del brete en el que está, es una muestra de ella) y que definitivamente le permite no acabar con el síndrome de estrés postraumático que se come a Frodo.
Tú llegas al final del libro y Sam dice "Estoy en casa". Y de repente encaja todo. Porque "casa" no es la Comarca, nunca lo ha sido: es su cabeza y cómo la tiene amueblada. Es todo lo que ha vivido, todo lo que ha aprendido, sus inquietudes; es él mismo. Click. Puedes haberlo ido viendo a lo largo del libro; yo, en las primeras lecturas, me perdí eso. Es ahora ya mayor cuando identifico las piezas y puedo seguir exprimiendo el descubrimiento del personaje.
Y es que está maravillosamente construido, como un nivel de Captain Toad.