Esto viene un poco para
que sepáis qué NO os vais a encontrar en mis libros si os da por
leerlos.
1. Las batallas con
escuadrones y cosas. Cuando te da por la fantasía épica es normal
que acabes enfrentando a dos ejércitos (o más) para decidir el
destino del mundo o algo. Igual que al leer recorro en diagonal los
párrafos que hablan del avance de la caballería por tal flanco o
cómo los lanceros sorprendieron a los ballesteros en tal vaguada,
tiendo a pasar un kilo y medio de describir y analizar batallas.
Básicamente, porque no me interesa. No soy Julio César hablando de pollos guapos. Me aburro. Sep. No voy a pedir perdón por ello.
Esto es lo que veo cada vez que leo una batalla.
Esto tiene que ver,
fundamentalmente, porque entre mis objetivos no están ni demostrar
lo puesta que estoy en Warhammer ni cuántos libros de Osprey me he
metido entre pecho y espalda. Tampoco me interesa hablar de por qué
Zutano es mejor general que Mengano, en cuyo caso necesitaría
empaparme del tema para darle autoridad racional a la cosa. Las batallacas de El Tiempo de
Viridia se libraban con coros y canticios y creo que sólo hay una
escaramuza forestal descrita con detalle. Como suelo huir de la
omniscencia al escribir, además, los enfrentamientos suelen ir desde
el punto de vista de un solo personaje que, sorpresa, no puede ver
todo lo que está pasando a la vez, y puede malinterpretar lo que
pasa, por ejemplo.
Con esto no quiero decir
que escribir sobre batallas sea de pobres. Quiero decir que para lo
que quiero contar me sobran.
2. El refocilamiento.
Pasa igual que con las batallas. Lo importante para mí no es quién
tiene la mando dónde, sino el hecho de que el refocilamiento se
produzca o no, y las consecuencias que tenga. Me pasa lo mismo que
con dónde están los ballesteros: no tiene importancia para la
historia que estoy contando. Por cierto, en El Tiempo de Viridia hay
un burdel y una generación entera de súcubos y ni una escena
explícita de sexo. Me gusta vivir al límite.
Como con las batallas, me
aburre soberanamente leer sobre el tema, así que no escribo sobre
ello.
3. La continuidad diaria.
Lo llamo, dentro de mi cabeza, el síndrome de Frodo y Sam, o la
Maldición de Proust. Pasan los párrafos y no pasa nada. Caminan y
ven piedrecitas. O contemplan magdalenas. Y sigue sin pasar nada.
Nada en absoluto.
Spoiler: doscientas páginas más tarde todo sigue igual.
Transmitir el hastío a
base de hastío no va conmigo. Tiendo a saltar a los momentos en los
que pasa algo. Me doy cabezazos contra el gotelé cuando descubro que
he escrito tres páginas de qué bonito es el bosque, oiga. Una vez
más, no digo que matar de aburrimiento al lector transmitir el
hastío así sea malo, sólo que no me vale para lo que quiero
contar.
4. Hacerle la vesícula un lío al
lector con la continuidad temporal. Pertenezco a esa generación que
tuvo que leerse La verdad sobre el caso Savolta para Selectividad y
no quiero despertar en nadie las ansias homicidas que yo sentí
leyendo esa cosa ese libro. Los flashbacks son flashbacks y se nota
que son flashbacks, de nada. Y mira que he terminado una novela sobre
un bosque donde el tiempo funciona raro, pero insisto en que los
experimentos estos vanguardistas a mí me descabalan el feng-shui.
5. Por dónde se le salen las entrañas
a la gente. Esto, que es más viejo que las legañas (ya lo hacía
Homero, el tío gore) y que ahora está bastante de moda, también
tiende a sobrarme. A no ser que tenga un personaje enfrentándose con
la violencia por primera vez, y en ese caso suelo centrarme en sus
impresiones, y dado que no escribo sobre médicos forenses la
descripción de heridas y demás suele ir en la línea de "ottia,
cuánta sangre, espérate que poto". También podría hacerme
falta si me da por escribir sobre verdugos a los que les encante su
trabajo, pero creo que no va a caer esa breva.
Tranquilos, que ya vierto yo toda la sangre que la moza esta se guarda.
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