viernes, 27 de noviembre de 2015

Hace doce años conocí a alguien


Hace doce años conocí a alguien.

Cada cada opinión mía que menoscabó, cada vez que despreció mis sentimientos, cada caricia que me negó, cada reacción violenta que tuvo, abrió una grieta en mi alma.

En cada grieta vertió una frase.

"Tu madre es una majadera" cayó en la primera grieta, sobre mi corazón, como agua mansa.

"Tú lo que tienes que hacer es dejar de ver a tus amigas e ir menos por tu casa, que te altera" cayó en la segunda grieta, sobre mis piernas, como un arroyo cristalino.

"No te me pongas dramática" se coló en la tercera grieta, en mi garganta, como el rocío del amanecer.

"No lo haré más" se derramó sobre mi vientre, lentamente, como una inundación de primavera.

Cada caricia que me obligó a soportar cuando yo no quería, o cuando no me daba cuenta, cada súplica que ignoró, congeló sus frases. Las frases congeladas se convirtieron en mentiras. Las mentiras crecieron más que las grietas que las albergaban y destrozaron los valles de mi alma, uno por uno.

La mentira de la grieta de mi corazón me convenció de que la culpa era mía. Al congelarse aumentó de volumen e hizo que mi amor propio estallase en mil pedazos.

La mentira de la grieta de mis piernas me convenció de que no tenía a dónde huir. Al congelarse, reventó mi camino y me dejó paralizada.

La mentira de la grieta de mi garganta me convenció de que debía callar. Al congelarse, implosionó mi voz y me dejó enmudecida.

La mentira de la grieta de mi vientre me convenció de que era una mala racha. Al congelarse, se clavó en mis entrañas y me hizo sangrar.

Sangró mi cuerpo y sangró mi alma. Cuando reconocí la sangre intenté pedir ayuda, pero no pude porque no tenía voz. Intenté huir, pero mis piernas no me respondían. Intenté luchar por mí, pero no me pareció que valiera la pena. Al fin y al cabo, la culpa era mía. Así que me quedé quieta, callada y sangrando.

Cuando la sangre se secó, se formó una costra de vergüenza. La vergüenza era opaca y me dejó ciega. La mentira de mi vientre se repetía, y tanto se repitió que me encontré hundida en mi sangre caliente. Su tibieza hizo que se derritieran todas las mentiras, y yo me encontré con mi alma hecha pedazos, ciega, avergonzada y culpable. Sin embargo, logré huir. Seguí caminos ajenos, ya que el mío había reventado, y anduve callada, porque la culpa era mía y la vergüenza no me dejaba abrir los ojos.

Aprendí a coser.

Con el hilo de la voz de mi madre hice un cordel de seda y bordé una tortuga sobre la grieta de mi corazón. La herida sanó poco a poco y pude volver a mirarme al espejo sin sentir desprecio por lo que veía.

Con la curva de la sonrisa de las buenas personas que se cruzaron conmigo después hice una aguja. Con el hilo de los gestos amables que tuvieron conmigo entorché una maroma en la que bordé una brújula. Con la maroma hice un puente que, aunque inestable, me permitió crear mi propio camino de nuevo.

Con el velo de las caricias consensuadas, el tacto de los abrazos sinceros y el recuerdo de lo que una vez fui tejí una manta. En la manta bordé paisajes, libros y música. Me eché la manta encima y su calor hizo sanar mi vientre.

La costra de la vegüenza cayó de mis ojos, pero se quedó atascada en mi garganta. Todos mis intentos por urdir una voz nueva fueron infructuosos. Me resigné al silencio y empecé a escuchar.

La gente decía: a mí eso no me pasará nunca. Nunca dejaré que nadie abra grietas en mi alma. Ya hay que ser imbécil para dejar que alguien haga eso.

Y yo callé, porque no tenía voz, y mi culpa engordó con esa merienda.

La gente decía: qué idiota hay que ser para dejar que las frases de alguien se cuelen en tus grietas.

Y yo callé, y mi culpa tenía sitio para el postre.

La gente decía: cuando se te clavan las mentiras tienes que huir. Si no huyes es que eres gilipollas. Cómo les dejan hacerles esas cosas. La culpa es suya, que se lo permiten.

Y yo callé, y me atraganté con mi vergüenza. Mientras yo luchaba por respirar, mi culpa dobló su peso.

Una buena persona me ofreció un vaso de agua, y en el agua diluyó una frase.

La frase fue "no te lo merecías". Cayó como miel por mi garganta y derritió la costra de la vergüenza, que pude escupir por fin. Llegó a mis entrañas y pude digerirla, y pasó a mi sangre y a mi mente. Mi cuerpo reaccionó y empezó a deshacerse de la culpa. Culpa por no haber evitado que se abrieran grietas en mi alma. Culpa por no haber evitado que vertiera sus frases en ellas. Culpa por no haber evitado que se convirtieran en mentiras. Culpa por no haber huído cuando ya no podía huir. Culpa por pensar que lo merecía ya que yo había permitido que me destrozara como me destrozó.

La culpa se fue, una vez la dejé chiquitita, clavándome sus patitas de alambre mientras se escapaba. Con lo que había aprendido me tricoté una voz y con esta voz hoy vengo a pediros varias cosas:

No seáis alguien. Por favor.

No seáis gente.

No habléis creyéndoos mejores que nadie cuando no tenéis ni puta idea de lo que estáis diciendo, porque no sabéis quién puede estar escuchando y a quién podéis estar haciendo daño con vuestros pontificados basados en vuestros santos cojones.

Sed buenas personas, porque nunca sabéis cuán útiles pueden ser vuestras sonrisas, vuestros gestos amables o vuestros vasos de agua con frases diluidas.

Gracias.

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