Hace doce años conocí a alguien.
Cada cada opinión mía que menoscabó, cada vez que
despreció mis sentimientos, cada caricia que me negó, cada reacción violenta que tuvo, abrió
una grieta en mi alma.
En cada grieta vertió una frase.
"Tu madre es una majadera"
cayó en la primera grieta, sobre mi corazón, como agua mansa.
"Tú lo que tienes que hacer es
dejar de ver a tus amigas e ir menos por tu casa, que te altera"
cayó en la segunda grieta, sobre mis piernas, como un arroyo
cristalino.
"No te me pongas dramática"
se coló en la tercera grieta, en mi garganta, como el rocío del
amanecer.
"No lo haré más" se derramó sobre mi vientre, lentamente, como una
inundación de primavera.
Cada caricia que me obligó a soportar
cuando yo no quería, o cuando no me daba cuenta, cada súplica que ignoró, congeló sus
frases. Las frases congeladas se convirtieron en mentiras. Las
mentiras crecieron más que las grietas que las albergaban y
destrozaron los valles de mi alma, uno por uno.
La mentira de la grieta de mi corazón
me convenció de que la culpa era mía. Al congelarse aumentó de
volumen e hizo que mi amor propio estallase en mil pedazos.
La mentira de la grieta de mis piernas
me convenció de que no tenía a dónde huir. Al congelarse, reventó
mi camino y me dejó paralizada.
La mentira de la grieta de mi garganta
me convenció de que debía callar. Al congelarse, implosionó mi voz
y me dejó enmudecida.
La mentira de la grieta de mi vientre
me convenció de que era una mala racha. Al congelarse, se clavó en
mis entrañas y me hizo sangrar.
Sangró mi cuerpo y sangró mi alma.
Cuando reconocí la sangre intenté pedir ayuda, pero no pude porque
no tenía voz. Intenté huir, pero mis piernas no me respondían.
Intenté luchar por mí, pero no me pareció que valiera la pena. Al
fin y al cabo, la culpa era mía. Así que me quedé quieta, callada
y sangrando.
Cuando la sangre se secó, se formó
una costra de vergüenza. La vergüenza era opaca y me dejó ciega.
La mentira de mi vientre se repetía, y tanto se repitió que me
encontré hundida en mi sangre caliente. Su tibieza hizo que se
derritieran todas las mentiras, y yo me encontré con mi alma hecha
pedazos, ciega, avergonzada y culpable. Sin embargo, logré huir.
Seguí caminos ajenos, ya que el mío había reventado, y anduve
callada, porque la culpa era mía y la vergüenza no me dejaba abrir
los ojos.
Aprendí a coser.
Con el hilo de la voz de mi madre hice
un cordel de seda y bordé una tortuga sobre la grieta de mi corazón.
La herida sanó poco a poco y pude volver a mirarme al espejo sin
sentir desprecio por lo que veía.
Con la curva de la sonrisa de las
buenas personas que se cruzaron conmigo después hice una aguja. Con
el hilo de los gestos amables que tuvieron conmigo entorché una
maroma en la que bordé una brújula. Con la maroma hice un puente
que, aunque inestable, me permitió crear mi propio camino de nuevo.
Con el velo de las caricias
consensuadas, el tacto de los abrazos sinceros y el recuerdo de lo
que una vez fui tejí una manta. En la manta bordé paisajes, libros
y música. Me eché la manta encima y su calor hizo sanar mi vientre.
La costra de la vegüenza cayó de mis
ojos, pero se quedó atascada en mi garganta. Todos mis intentos por
urdir una voz nueva fueron infructuosos. Me resigné al silencio y
empecé a escuchar.
La gente decía: a mí eso no me pasará
nunca. Nunca dejaré que nadie abra grietas en mi alma. Ya hay que
ser imbécil para dejar que alguien haga eso.
Y yo callé, porque no tenía voz, y mi
culpa engordó con esa merienda.
La gente decía: qué idiota hay que
ser para dejar que las frases de alguien se cuelen en tus grietas.
Y yo callé, y mi culpa tenía sitio
para el postre.
La gente decía: cuando se te clavan
las mentiras tienes que huir. Si no huyes es que eres gilipollas. Cómo
les dejan hacerles esas cosas. La culpa es suya, que se lo permiten.
Y yo callé, y me atraganté con mi
vergüenza. Mientras yo luchaba por respirar, mi culpa dobló su
peso.
Una buena persona me ofreció un vaso
de agua, y en el agua diluyó una frase.
La frase fue "no te lo merecías".
Cayó como miel por mi garganta y derritió la costra de la
vergüenza, que pude escupir por fin. Llegó a mis entrañas y pude
digerirla, y pasó a mi sangre y a mi mente. Mi cuerpo reaccionó y
empezó a deshacerse de la culpa. Culpa por no haber evitado que se
abrieran grietas en mi alma. Culpa por no haber evitado que vertiera
sus frases en ellas. Culpa por no haber evitado que se convirtieran
en mentiras. Culpa por no haber huído cuando ya no podía huir.
Culpa por pensar que lo merecía ya que yo había permitido que me
destrozara como me destrozó.
La culpa se fue, una vez la dejé
chiquitita, clavándome sus patitas de alambre mientras se escapaba.
Con lo que había aprendido me tricoté una voz y con esta voz hoy
vengo a pediros varias cosas:
No seáis alguien. Por favor.
No seáis gente.
No habléis creyéndoos mejores que nadie cuando no tenéis ni puta
idea de lo que estáis diciendo, porque no sabéis quién puede estar
escuchando y a quién podéis estar haciendo daño con vuestros
pontificados basados en vuestros santos cojones.
Sed buenas personas, porque nunca
sabéis cuán útiles pueden ser vuestras sonrisas, vuestros gestos
amables o vuestros vasos de agua con frases diluidas.
Gracias.
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