sábado, 14 de noviembre de 2015

De refugios, banderitas y cosas que hacer

Hoy es uno de esos días en los que quiere la casualidad que me encuentre con despropósitos de diversa índole. Reflexionaba yo no hace mucho sobre si la ficción debía ser un lugar seguro o un campo de entrenamiento para la vida real, sin terminar de darme una respuesta, y hoy ha venido la vida real a restregárseme por los hocicos. 

En fin. Vamos a suponer que es el lugar al que huir a recuperarse de la realidad, el refugio desde el cual mirar las cosas con perspectiva. Es cierto que el dolor, de intenso, puede nublar el jucio. Tenemos mucho porcentaje de cerebro de primate y lo primero de lo que uno tiene ganas cuando le hacen daño es de devolverlo, no importa a quién. Tener a alguien a quien culpar, er, hum, a ver, tú, es sumamente liberador. Y si puedes generalizar, mejor. Pararse a pensar, discernir, no satisface la urgencia de venganza, que no lleva a ninguna parte pero deja la sensación de que has hecho algo.

Al parecer, ponerte banderitas en una red social también demuestra cosas o soluciona cosas o algo así. Admitámoslo: las redes sociales son el recreo. El patio. Por mucho que pontifiques ahí, las cosas no cambian donde tienen que cambiar. Eso sí, tus compañeritos del jardín de infancia serán testigos de tu exorbitado esfuerzo por cambiar el mundo haciendo "plin" con el ratón. 

Tras este paseo por los cerros de Überwald, al cual tengo derecho por ser una señora hasta arriba de calmantes haciendo reposo posoperatorio (otro palabro regalo de la RAE), vengo a sugerir que se tome todo el mundo un respiro breve en el refugio de la ficción y piense un ratito en qué puede hacer fuera del patio del recreo para que noches como la de ayer no se repitan. Me refiero a cosas como educar a tus hijos para que no les lave el cerebro la primera ideología peregrina de turno o blindar el propio ante los envites del mono cabreado que todos llevamos dentro. Nada del otro jueves. 

Y, para ilustrar mi estupor, 
un fragmento de Delacroix.



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