Vivo
en una ciudad donde el cielo tiene permanentemente un color blanco
lechoso, como de ojos de ciego. Supongo que lo que quiera que haya
más allá de ese velo malsano se mantiene a salvo así, sin ver lo
que ocurre aquí abajo. No es un lugar acogedor. Como hay gente para
todo, hay personas a las que les gusta esta ciudad de existencias
hacinadas en sueños a media asta.
Muchos somos exiliados. Nos habríamos quedado tranquilamente cerca de lo
que pudimos llamar hogar si las circunstancias nos lo hubieran
permitido. Ver mundo no es mala cosa, ojo; pero, como tantas otras
cosas, es algo que debe hacerse con la actitud adecuada. Debe salir
de uno, no venir impuesto, o se convierte en un castigo.
Paraísos
perdidos, Arcadias imposibles. El otro día esa herramienta del
demonio que es FB me recordó que allá por 2013 había compartido
esto:
Añoranza/morriña
de un hogar al cual no puedes volver, un hogar que quizá nunca lo
fue; la nostalgia, el anhelo, la aflicción por los lugares perdidos
del pasado.
Añoranza
es más poético que morriña, que a pesar de ser más exacta suena
algún tipo de afección ocular de perrete de aguas. Lo que no te
dice nadie cuando te vas es que lo que dejas no volverá a ser,
porque se transforma con tu partida. Lo que era muere mientras tus
huellas, alejándose, se desvanecen; lo que encuentras al volver ha
cambiado y no puede volver a ser lo que fue.
Y
todo esto viene porque esto pasa también con los
libros. Nunca volverá a ser la primera vez que leáis ese libro que
cambió vuestra vida. No sé cómo podemos vivir con esta certeza de
lo efímero que nos conforma, rodea y persigue. Es a la vez bendición y maldición. Quizá sea por eso
que lo que sea que habita tras el velo blancuzco prefiere no ver todo
lo que hoy es y mañana ya no está, o que no sabe aún si le gusta o no cómo está organizado el devenir de lo que existe.
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