Es mucho más fácil que alguien te diga qué hacer. Cómo tienen que ser las cosas. Si sigues postulados ajenos y salen bien, todos ganan; si resulta que fracasas (porque los postulados sean flojillos, porque no te valen a ti personalmente o porque cae un meteorito en el Atlántico) le puedes echar la culpa a otros. Es fantástico.
He vuelto a leer (si ya sé que la culpa es mía, por andar enterándome de qué piensa la gente del mundo real) lo de que el arte DEBE ser denuncia social, o protesta, o montarse en el carro de los problemas contemporáneos y demás sarta de sandeces. Tengo una vista preciosa de mi lóbulo frontal desde el sitio a donde han ido a parar mis pupilas al poner los ojos en blanco. Aprovechando que tengo este rancho en mitad del desierto para escribir lo que me da la imperial gana, voy a manifestar por qué se me están cociendo los glóbulos rojos a fuego lento.
Gracias al siglo XIX, a la muerte del canon y a la aparición del relativismo estético, el pobre concepto de arte se ha reducido simplemente a una forma de expresión voluntaria. Según los cánones varios, así simplificando muchísimo, para que una obra (literaria, plástica, dramática o musical) fuese considerada arte tenía que ser o bella o, por lo menos, transmitir claramente un mensaje. Ahora, no hace falta. Algo es arte porque la persona que lo hace dice que lo es.
Voy a poner un vídeo. Porque sí.
Si bien le veo las desventajas (el cantamañanismo, mayormente) a que el arte ya no tenga reglas, le veo las ventajas también (nadie va a venir a decirme lo que tengo que escribir o no). No, hijos míos, no: el arte ya no DEBE ser nada. El arte PUEDE ser muchas cosas, pero ese alegato que busca convertir el arte en vehículo subversivo no es más que la reacción romantizada tras la destrucción del concepto de arte; un intento ególatra de convertirse en salvadores, héroes trágicos, Artistash. Es un intentar volver a convertir al artista en figura; en el mundo en que ya se ha inventado todo y la posibilidad de innovación está reservada a los genios, es la ruptura lo que le queda al hacedor de andar por casa. En los tiempos en que estamos, se convierte en la ruptura con la ruptura previa.
Es la noción malsana de que el arte tiene que servir para algo. Ahora es cuando me remango.
Si hay algo nefasto a la hora de crear es tener que hacerlo bajo presiones. No elecciones. Ejemplo: "Quiero cambiar el mundo, así que voy a escribir una novela"; plasplas, chapó, olé, corre. "Quiero escribir una novela con gatitos que aprenden a maullar, a ver qué hago para que sea subversiva, políticamente correcta, remueva conciencias y de paso enseñe el verdadero significado del invierno", no. NO. No TIENES que adaptar tus obras a nada.
Se nos llena la boca hablando de libertad y de elecciones, pero una de las cosas a las que nadie nos enseña es a elegir con eficacia, mayormente porque eso se basa en un paso previo, saber qué queremos de verdad. Y saber eso es como poseer la piedra filosofal.
(Inciso: nótese que ni siquiera he tocado el cómo entrar en las valoraciones de la calidad de las obras, que eso es abrir otro melón.)
Saber qué quiere uno es como tener oído musical: hay quien nace con ello y flipa cuando descubre que hay quien no lo tiene y hay quien tiene que ponerle mucho empeño, dedicación y esfuerzo para averiguarlo. Crecemos entre expectativas ajenas. Nos creamos expectativas basadas en percepciones y deducciones erróneas. Acabamos sintiendo que tenemos que querer cosas u objetivos concretos por razones peregrinas como que están socialmente aceptados, porque serían subversivos o por feelings nebulosos de que "debería ser así". ¡Escribe bien! ¡Vende libros! ¡Firma libros! ¡Cosigue seguidores! ¡Cambia el mundo! ¡Crea polémica! ¡Siéntete importante!
Tengo el podeeeer
Por todo esto me cabreo cuando la gente dice que el arte, la literatura, la música o la jardinería DEBEN ser algo. Porque además, en muchos casos, es un grito de justificación de sus propias elecciones (o no-elecciones). Ya sabéis, la necesidad de ser gurús o de buscar respaldo o de imponer la dieta de la alchachofa. Se convierte en meter por un embudo aspiraciones empaquetadas, un cursus honorum de marca blanca, a la gente que aún no sabe bien lo que quiere.
Lo perniciosas que son las redes sociales a la hora de bombardear con estos "debes" también es de traca, por cierto. No me extraña nada lo extendido que está el síndrome del impostor. La única solución es descubrir qué quiere uno.
Si sólo quieres contar historias, eres libre. Escribir lo que quieras. Como quieras.
Si lo que quieres es vender libros... Esa harina no es que esté en otro costal, eso ni siquiera es harina, sino cemento. Ya lo de los seguidores y las alabanzas de la crítica es magia infernal pura; la aprobación de nuestros semejantes, una vez más, es un inframundo terrible.
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