La Noche Larga no era exactamente una celebración en la aldea. Era normal encontrar a toda la familia reunida alrededor del hogar a la puesta de sol, claro, dado lo que sabían que aguardaba fuera, en la oscuridad que se derramaba lentamente saboreando su momento especial. Las casas se llenaban de luces, y probablemente la familia más humilde se gastara todos sus parcos ahorros en velas o leña para asegurar cuanta más luz, mejor; luz que durase toda esa eterna noche, hasta el amanecer. Sobre todo, habría cánticos, en voz muy alta, cuanto más animados, mejor. Cantando ahogarían los sonidos que venían del exterior, de la oscuridad que campaba libre en el solsticio. Cantando podrían convencerse de que no estaban oyendo los aullidos desgarradores de las almas en pena, sino sólo el viento, sólo las ramas crujiendo. Cantando, convirtiendo en melodía temblorosa sus voces antes de convertirse en gritos, podrían mantener a raya el terror cerval que los atenazaba durante la noche más larga del año, cuando quien se adentra en la oscuridad es engullido por ella para no volver jamás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe sólo si tus palabras honran el silencio.