-Santos muertos y cielos del día del Juicio Final. ¿Es así como vas a ganarte la vida?
El pintor no contestó. Sumido en el remanso de paz de la veladura, pudiendo dedicarse a la delicadeza de ese pequeño detalle después de una noche plácida, sin pesadillas, apenas prestaba atención a las palabras que podían arruinarle su asueto mental.
-He oído cómo se quejaban del otro santo. Dicen que parece que está tísico.
Lentamente, su cerebro empezó a procesar la información y gruñó. Intentó respirar, contenerse, que las compuertas no cedieran.
Una mota de polvo se posó sobre el albayalde que tenía preparado en la paleta. Adiós a su blanco purísimo y a la impecable veladura.
Se incorporó, desparramando los disolventes en el suelo, con un rugido. Lanzó al suelo el delicado pincel de pelo de marta y cogió otro, más basto, que había estado secándose bajo la ventana, dirigiéndose al lienzo del final del estudio, que descubrió con otro grito.
-¿Tísico? Moribundo debe estar. Como todos. Vamos a morir, estamos muriendo, y en esta oscuridad sólo caben débiles respladores de color. Ventanas a la paz, que te empeñas, os empeñáis en romper.
El cielo de la pintura era un remolino de nubes oscuras, surcado por relámpagos antinaturales. Los edificios no estaban donde debían estar.
-No sabéis lo que hay ahí fuera. Su hubiéseis visto lo que yo he visto.Si supiérais lo que yo sé.
Descargó una pincelada verde llena de rabia sobre el cielo plomizo. Rebulléndose, se perfilaron, o intentaron tomar forma, los rostros, las aberrantes facciones de lo que jamás habría podido ser humano. El pintor sonrió con una mueca de triunfo.
-Los miraréis y no sabréis que están ahí. Intuiréis su malignidad, cómo esperan, cómo os contemplan.
-¿Esperas contenerlos para siempre?
-Me enseñaron algunas cosas en Venecia. Una prisión a plena vista es lo más seguro. No les gusta. Atrapados en una forma... O en la forma de algo sin forma, como una nube, donde nadie se ponga de acuerdo en lo que ve. No tienen forma de atacar así. No hay sueño donde deslizarse.
Un nuevo remolino había aparecido en la pintura. El artista, agotado por esa sola pincelada, empezó a canturrear en griego para sus adentros y miró a su alrededor. Estaba solo en el estudio. Lo había sabido desde el principio.
Podían acechar. Podían intentar volverle loco, pero había visto demasiadas cosas como para sucumbir ante trucos baratos. Lo que no podrían sería escaparse de sus celdas enmarcadas, de los grilletes de aglutinantes cuya receta secreta había llegado hasta él de los sacerdotes de Eleusis. Tenía una misión, había hecho un juramento, y protegería la ciudad de los secretos hasta más allá de su propia muerte, confinando a lo que amenazaba a este mundo a colgar de las paredes, con su derrota ante sus narices, analizándolo, admirándolo y jamás comprendiéndolo del todo; condenándolo a una eternidad de odio y frustración.
Dejó el pincel en el tarro de disolvente y cubrió el cuadro. Suspirando, volvió al caballete. Tenía veladuras que matizar.
El pintor no contestó. Sumido en el remanso de paz de la veladura, pudiendo dedicarse a la delicadeza de ese pequeño detalle después de una noche plácida, sin pesadillas, apenas prestaba atención a las palabras que podían arruinarle su asueto mental.
-He oído cómo se quejaban del otro santo. Dicen que parece que está tísico.
Lentamente, su cerebro empezó a procesar la información y gruñó. Intentó respirar, contenerse, que las compuertas no cedieran.
Una mota de polvo se posó sobre el albayalde que tenía preparado en la paleta. Adiós a su blanco purísimo y a la impecable veladura.
Se incorporó, desparramando los disolventes en el suelo, con un rugido. Lanzó al suelo el delicado pincel de pelo de marta y cogió otro, más basto, que había estado secándose bajo la ventana, dirigiéndose al lienzo del final del estudio, que descubrió con otro grito.
-¿Tísico? Moribundo debe estar. Como todos. Vamos a morir, estamos muriendo, y en esta oscuridad sólo caben débiles respladores de color. Ventanas a la paz, que te empeñas, os empeñáis en romper.
El cielo de la pintura era un remolino de nubes oscuras, surcado por relámpagos antinaturales. Los edificios no estaban donde debían estar.
-No sabéis lo que hay ahí fuera. Su hubiéseis visto lo que yo he visto.Si supiérais lo que yo sé.
Descargó una pincelada verde llena de rabia sobre el cielo plomizo. Rebulléndose, se perfilaron, o intentaron tomar forma, los rostros, las aberrantes facciones de lo que jamás habría podido ser humano. El pintor sonrió con una mueca de triunfo.
-Los miraréis y no sabréis que están ahí. Intuiréis su malignidad, cómo esperan, cómo os contemplan.
-¿Esperas contenerlos para siempre?
-Me enseñaron algunas cosas en Venecia. Una prisión a plena vista es lo más seguro. No les gusta. Atrapados en una forma... O en la forma de algo sin forma, como una nube, donde nadie se ponga de acuerdo en lo que ve. No tienen forma de atacar así. No hay sueño donde deslizarse.
Un nuevo remolino había aparecido en la pintura. El artista, agotado por esa sola pincelada, empezó a canturrear en griego para sus adentros y miró a su alrededor. Estaba solo en el estudio. Lo había sabido desde el principio.
Podían acechar. Podían intentar volverle loco, pero había visto demasiadas cosas como para sucumbir ante trucos baratos. Lo que no podrían sería escaparse de sus celdas enmarcadas, de los grilletes de aglutinantes cuya receta secreta había llegado hasta él de los sacerdotes de Eleusis. Tenía una misión, había hecho un juramento, y protegería la ciudad de los secretos hasta más allá de su propia muerte, confinando a lo que amenazaba a este mundo a colgar de las paredes, con su derrota ante sus narices, analizándolo, admirándolo y jamás comprendiéndolo del todo; condenándolo a una eternidad de odio y frustración.
Dejó el pincel en el tarro de disolvente y cubrió el cuadro. Suspirando, volvió al caballete. Tenía veladuras que matizar.
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