Imaginaos un páramo nevado eterno. Un frío tan penetrante que os paraliza. Las pocas fuerzas que os quedan las usáis para intentar salir de ese infierno en el que cada vez sentís menos, pero no hay forma de dejar atrás el frío, el silencio. Cuanto más tiempo pasa, más difícil es avanzar... Y empieza a dar igual, porque estáis dejando de sentir.
Las enfermedades mentales suelen funcionar así, sobre todo la depresión. Desde luego, uno no sale solo de ese desierto blanco donde no parece existir pasado ni, sobre todo, futuro. La prisa de Sika por encontrar a su familia y enseñarle el camino de vuelta a la vida, al tiempo presente, está plenamente justificada.
No es fácil el camino del cuidador, del familiar de un enfermo mental. Acompañar a un ser querido a través de ese vacío nevado implica que él también ha de meterse, al menos un poco, en la nieve. Entender, empatizar. Y eso es horrible. Desgasta, destroza, lleva a veces a pensar que no puedes hacer nada por quien quieres, que todo es inútil.
Ahí es donde entra Kami en esta historia: al acompañar a Sika, cuida al cuidador. Un cuidador solo tiene una cantidad de papeletas abrumadora para acabar quemado, agotado. Si Kami no mira atrás durante la travesía, con sus colas extendidas como un abanico, es para no ver ni dejarse embaucar por esa posibilidad de que salga todo mal; de que, en realidad, toda la energía que están poniendo en salir de allí no sirva. No es la perspectiva que saca a nadie del pozo.
Al final de la historia, aunque Kami haya desarrollado una sexta cola, parte de su pelaje se ha vuelto gris. No se sale indemne de una experiencia vital semejante. En el mejor de los casos, consigues ser más sabio; normalmente es un conocimiento muy poco agradable.
Romantizar algo así es pernicioso y horrible. Horrible. No puedo hacer el suficiente énfasis en lo venenoso que es decir "Pasar por x me hizo más fuerte". Nunca, jamás, agradezcáis las cosas malas que os pasan porque NUNCA son mejores que la alternativa. Obviamente hay gente que necesita pegarse un tortazo contra el suelo para adquirir perspectiva, pero lo deseable en ese caso es que adquiera la perspectiva sin caerse. El problema de la gente que no sabe ponerse en el lugar del otro es la falta de empatía, no de vara. Adquirir ese ponerse en el lugar del otro a base de vara no soluciona nada.
El volver del invierno a Nara, con sus otros ciervos y su atmósfera vivaz, es volver al presente, a la vida, a la compañía de sus semejantes, al cuidado posterior a la enfermedad. El cuidador también vuelve a los quehaceres que ha dejado de lado por cuidar de un ser querido. Comienza su año nuevo, puede seguir con su vida. La pausa, el invierno silente, termina por fin.
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