Lo sabe.
Está todo perdido.
Herida de muerte, rota para siempre: una leona inválida, desangrándose para entretenimiento de unos pocos; crueles, mezquinos, letales.
Quizá veáis aquí su último grito, el lamento final antes de dejarse morir. Supongo que es lógico pensarlo. Pero un instante no puede sentenciar la totalidad de la historia y, al final, son las historias que nos contamos las que nos abren las sendas a escoger.
Dejadme que os cuente una historia en la que nadie repara.
La leona está todavía viva y le quedan fuerzas para rugir.
Despreciada como trofeo al final de la injusta cacería, la leoná se arrastró lejos, usando las patas delanteras, hasta que la cantidad de sangre perdida hizo que cayera inconsciente. Al despertar, a pesar de las saetas clavadas en su espalda, aún podía respirar. Fue un ser humano quien, unas horas después, se las arrancó; fue la suerte quien le permitió encontrar carroña con la que alimentarse y no ser encontrada por ningún otro depredador. Pese a que el dolor no la abandonaba, siguió arrastrándose, sin entender que el hecho de que sus patas traseras le doliesen era una buena señal.
Sí, cojeó durante el resto de su vida, que fue mucho más larga de la que le otorga la sentencia habitual del observador indiferente que le echa un vistazo rápido al relieve mural.
No os fiéis de los instantes. Nunca cuentan la historia completa. Los instantes no tienen poder para sentenciar un final.
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