En el Thrais adoptaron gozosamente a la Enéada, ya que reconocieron en el Dios Azul y la Diosa Velada a Rado y Vora, sus dioses mellizos, los que tejen el tiempo a base de hilos entorchados con los sueños que recolectan en los niños de corta edad.
Hay muchas canciones en el Thrais que hablan de ellos, pero quizá la más famosa sea la nana de Rado y Vora, que trata de persuadir a los pequeños para que se duerman lo más rápido posible. Esto es comprensible, ya que se cree que los niños dormidos están a salvo de Khardärago, el Dios Hambriento, a quien en Larda llaman Urboja; mientras los cachorros sueñan, Rado y Vora están cerca, y la temible deidad ávida no puede acercarse a ellos.
Se cree, además, que el tiempo cesará si los niños dejan de soñar,
ya que Rado y Vora no tendrán hilo
con el cual dar forma a un nuevo año.
Esta historia es un tapiz. Una urdimbre de mitos, de leyendas en vías de creación, de la humanidad que les da forma.
Siempre me ha intrigado ese momento en que se da forma a la leyenda, ese en que se crea el mito. Hay alguien en la puerta de la cueva y está cayendo una tormenta del quince y de ahí hemos saltado a dioses cabreados directamente y, como te descuides, a religiones. ¿Qué hay de verdad detrás de cada historia que la humanidad se ha contado para explicarse lo que no se puede explicar? Es como para obsesionarse.
Como es muy poco probable que pueda descubrirlo en la vida real, queda la especulación ficticia, que viene a ser exactamente lo mismo pero sin opción (espero) a que se lo tome nadie como verdad universal. La vaga idea que tenía de qué significaba en realidad la historia de Trevia (más bien, de Saya) evolucionó luego a La canción de las Flores Dolientes (y de qué manera).
Si hay algo que me chirría de ciertas formas de aproximarse al género fantástico es lo cerrado de los sistemas de magia y creencias. Tiende a reventarme la suspensión de la incredulidad porque es muy... fácil. No funciona así. La mitología grecolatina es un cacao lleno de contradicciones y la egipcia tres cuartas de lo mismo. El sincretismo se suele dar de lado.
Hace diez años que se publicó esta historia con sus dioses y entidades que se llaman de diversas formas en distintos lugares y se asimilan a conceptos ya existentes, con sus pobres mortales inmiscuyéndose en los avatares sobrenaturales en esa fina línea donde se arriesgan a convertirse en leyenda. Las particularidades de la vida, como el amor y la muerte, se cuestionan y exploran desde la inocencia de Saya; los adultos, en sus respuestas a veces contradictorias, prueban que esa forma que tiene de crearse el mito no es más que el reflejo de la imposibilidad de la propia humanidad para ponerse de acuerdo en lo más cotidiano.
Fue una sorpresa para mí que la nominaran a los Premios Ignotus 2016 en categoría de novela corta. Guardo esa nominación como un tesoro, la verdad. En estos diez años, la vorágine de títulos que se publican cada año y la cacofonía de las redes sociales han aumentado casi exponencialmente. Esa nominación, además de un reconocimiento, me hizo sentir vista. Como que existía, vamos.
Aquí estoy, diez años después, reivindicando esta historia atemporal. No nació para seguir ninguna moda ni para encajonarse en ningún anglicismo-etiqueta. Nació de un no hay huevos ("Anda que no molaría mezclar el diálogo platónico y una partida de D&D") y dio pie a un universo entero. Las preguntas de Saya no caducan. El dolor de Trevia no caduca. Es una lectura que, además, cambia según el momento vital en que la leas.
Así pues, os invito a celebrar su década leyéndolo. Y, por qué no, dedicándole una reseña. Y que sea lo que Ella quiera.
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