No debes andar sola
después de la puesta de sol. No debes aceptar invitaciones de
desconocidos. No debes salir de la aldea. No debes adentrarte en el
bosque. Debes vigilar a tu hermana.
Las reglas están para
algo, pero a veces parecía que se esforzaban en romperse solas. Ella
no tenía la culpa de que el gato hubiese salido por el ventanuco
después de la puesta de sol. Tampoco tenía la culpa de que otra de
las reglas fuera no dejar escapar al gato, ni de que pareciese primar
sobre el resto en el momento en que decidió salir corriendo tras él,
cruzando la aldea entera hasta mucho más allá de las últimas
casas, hasta la linde del bosque, cuando el crepúsculo moría y daba
paso a una noche cada vez más cerrada.
No debes tener miedo. La
niña estaba intentando no romper la regla que venía envuelta en
anticipación. Se preguntó si ignorar lo que le cerraba la garganta
y estrujaba el estómago rompería, una vez más, otra regla capital:
la de no decir mentiras.
—¿Bigotitos?
—susurró, hacia la espesura. Podía ver muchos movimientos entre
la espesura. Alguno podría ser cosa del gato. Quizá...
Dio unos pasos hacia el
interior del bosque. Giró la cabeza para no perder de vista las
luces de la aldea.
Debes acabar lo que
empiezas. Algo crujió a la derecha, tras los árboles. La niña se
pasó el dorso de la mano por la mejilla izquierda, limpiándose las
lágrimas embusteras que brotaban fruto de un miedo que no debía
tener.
Dio un paso más,
preguntándose para qué están las reglas, en cualquier caso;
rompiendo, oportunamente, el mandato primario de obedecer sin
chistar. Un pensamiento libre, curioso y valiente se abrió paso a
través de lo memorizado y tomó el control de su cuerpo. Se dio la
vuelta y echó a correr hacia la aldea, pero no hacia su casa, sino
hacia la taberna donde la Leñadora estaría bebiendo.
A la niña no le importó
que todo el mundo se volviera a mirarla cuando entró. Ninguno de
ellos sabía que las lágrimas que vertía ya no eran fruto del
miedo, ni de qué eran las manchas de su delantal, ni por qué
lloraba su hermana. Rompió otra regla, una que había sabido a
sangre, la de no hablar nunca con aquella mujer. Cogió la mano
enorme de la Leñadora, con tantos callos como la manita amoratada de
la niña, y se la llevó, esta vez sí, a su casa.
Cuando la niña abrió
la puerta, no esperaba que Ella ya estuviera allí, que hubiera
llegado tan pronto, que su hermana llorase antes de la medianoche,
que la Leñadora fuese a verlo todo y no hicieran falta
explicaciones.
Cuando la niña soltó
la mano de la Leñadora y se abalanzó sobre Ella, sólo pensaba en
establecer las reglas correctas.
—¡La dejarás en paz!
¡Nos dejarás en paz! ¡Te irás!
La Leñadora no podía
creerse que las niñas se hubieran dormido, al fin, acunadas por la
nana ronca del Pastor.
—No lo sabíamos
—murmuró la Leñadora, cuando el Pastor se sentó a su lado—.
Todos estos años...
—Se pondrán bien
—aseguró el Pastor—. Estarán bien. Irán contigo al bosque,
conmigo al prado. Crecerán y recordarán más noches contando
estrellas que noches... Allí dentro.
—¿Cómo puede tener
nadie el alma tan podrida? —gimió la Leñadora.
—Ya está —sentenció
el Pastor—. Pronto dejarán de tener miedo. Y tú también.
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