miércoles, 2 de noviembre de 2016

La reglas


No debes andar sola después de la puesta de sol. No debes aceptar invitaciones de desconocidos. No debes salir de la aldea. No debes adentrarte en el bosque. Debes vigilar a tu hermana.
Las reglas están para algo, pero a veces parecía que se esforzaban en romperse solas. Ella no tenía la culpa de que el gato hubiese salido por el ventanuco después de la puesta de sol. Tampoco tenía la culpa de que otra de las reglas fuera no dejar escapar al gato, ni de que pareciese primar sobre el resto en el momento en que decidió salir corriendo tras él, cruzando la aldea entera hasta mucho más allá de las últimas casas, hasta la linde del bosque, cuando el crepúsculo moría y daba paso a una noche cada vez más cerrada.
No debes tener miedo. La niña estaba intentando no romper la regla que venía envuelta en anticipación. Se preguntó si ignorar lo que le cerraba la garganta y estrujaba el estómago rompería, una vez más, otra regla capital: la de no decir mentiras.
—¿Bigotitos? —susurró, hacia la espesura. Podía ver muchos movimientos entre la espesura. Alguno podría ser cosa del gato. Quizá...
Dio unos pasos hacia el interior del bosque. Giró la cabeza para no perder de vista las luces de la aldea.
Debes acabar lo que empiezas. Algo crujió a la derecha, tras los árboles. La niña se pasó el dorso de la mano por la mejilla izquierda, limpiándose las lágrimas embusteras que brotaban fruto de un miedo que no debía tener.
Dio un paso más, preguntándose para qué están las reglas, en cualquier caso; rompiendo, oportunamente, el mandato primario de obedecer sin chistar. Un pensamiento libre, curioso y valiente se abrió paso a través de lo memorizado y tomó el control de su cuerpo. Se dio la vuelta y echó a correr hacia la aldea, pero no hacia su casa, sino hacia la taberna donde la Leñadora estaría bebiendo.
A la niña no le importó que todo el mundo se volviera a mirarla cuando entró. Ninguno de ellos sabía que las lágrimas que vertía ya no eran fruto del miedo, ni de qué eran las manchas de su delantal, ni por qué lloraba su hermana. Rompió otra regla, una que había sabido a sangre, la de no hablar nunca con aquella mujer. Cogió la mano enorme de la Leñadora, con tantos callos como la manita amoratada de la niña, y se la llevó, esta vez sí, a su casa.
Cuando la niña abrió la puerta, no esperaba que Ella ya estuviera allí, que hubiera llegado tan pronto, que su hermana llorase antes de la medianoche, que la Leñadora fuese a verlo todo y no hicieran falta explicaciones.
Cuando la niña soltó la mano de la Leñadora y se abalanzó sobre Ella, sólo pensaba en establecer las reglas correctas.
—¡La dejarás en paz! ¡Nos dejarás en paz! ¡Te irás!

La Leñadora no podía creerse que las niñas se hubieran dormido, al fin, acunadas por la nana ronca del Pastor.
—No lo sabíamos —murmuró la Leñadora, cuando el Pastor se sentó a su lado—. Todos estos años...
—Se pondrán bien —aseguró el Pastor—. Estarán bien. Irán contigo al bosque, conmigo al prado. Crecerán y recordarán más noches contando estrellas que noches... Allí dentro.
—¿Cómo puede tener nadie el alma tan podrida? —gimió la Leñadora.
—Ya está —sentenció el Pastor—. Pronto dejarán de tener miedo. Y tú también.

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