sábado, 25 de abril de 2015

Libros de señores muertos: Lovecraft en los tiempos del álgebra

Esto es una entrada programada.

Después de leerme El Señor de los Anillos y alucinar chirivías con ziritione de una forma tal que me cambiaría la vida, decidí que coger libros aleatoriamente en las estanterías de novelas de mi padre sería una fuente de diversión inagotable, así que abracé mi nueva afición con entusiasmo. Mi padre, que también se ha pasado siempre por el forro de la ternera la clasificación por edades, me recomendó uno de ellos, La narración de Arthur Gordon Pym. Va de unos señores en un barco a la deriva y no queda ni el apuntador. Era 1997. Me lo pasé pipa leyéndolo y quise más. Había otra docena de libros con el mismo formato en la estantería, así que los fui cogiendo aleatoriamente a ver qué tenían, aparte de portadas setenteras inquietantes.

Casi todos eran de un tal Lovecraft. Molaban porque tenían un montón de relatos, así que empecé a irme al índice y a leer en un orden ácrata los que me iban llamando la atención por su título. Había de todo. Uno de mis favoritos, que releí hasta casi aprenderme de memoria, se titulaba Las ratas de las paredes e incluía cosas oscuras enterradas en los cimientos del hogar. Había otro de un tío que se despertaba en el cuerpo de un bicho troncocónico con patas en el vértice, que me imaginé como un pirulí envuelto en el papel de ferrero rocher. Había otro tremendo de un muerto capaz de usurpar el cuerpo de un vivo que acojonaba bastante. Iba todo de secretos encerrados en sitios que más nos valía a todos dejar en paz. 



Portadas curradas de este palo


Tener doce años y leer estas cosas tiene mucha lógica. Es la edad a la que empiezas a darte cuenta de cosas y los secretos que hay a tu alrededor empiezan a tornarse reales. Tus mayores tienen un pasado. No es que vayas a descubrir que tienes un hermano mayor en el desván que se alimenta de sardinas, pero la sensación es la misma. El relato de la tía Sarah, cuyo título no recuerdo, parecía tremendamente plausible.

Con el tiempo incluso me leí los prólogos y algo de su vida, descubriendo que estaba trastornado y tenía unas ideas muy raras. No es el tipo de persona con la que te habrías ido a echarte una horchata. Sus relatos siguen dando coseja. Es el tipo de cosa ideal para leerse cuando sientes que la realidad te está estafando, con once años o con treinta y seis.

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