jueves, 25 de enero de 2018

Libros de señores muertos: dones y oscuridad

Voy a dejar los panegíricos para la gente que conoce su obra más en profundidad y a centrarme en mi experiencia con los libros de esta autora.


He leído una parte ínfima de la obra de Ursula K. Le Guin. Me acerqué a ella ya de adulta, con mucha precaución. Eso no ha impedido que con lo poco que he leído se colocara cómodamente en mi panteón particular. No me la esperaba así, la verdad.
La precaución o recelo venía por dos razones distintas. La primera es culpa de la tele.


La adaptación televisiva de una de sus sagas más aclamadas la echaron en ¿telecinco? en los tiempos en que el rebufo de Lord of the Rings propiciaba adaptaciones pachangueras hechas por gente a la que le daba igual fantasía que cheetos y sólo quería ganar pasta mediante la técnica de tratar al público como si estuviera falto de sinapsis. Sin embargo, inocente yo, vi que echaban “una peli nueva de fantasía”, caí en la trampa y me la tragué entera.

Aparte de los efectos changamanga, la historia me dejó con una ceja más alta que otra. Estaba yo a media carrera, supongo que en tercero o cuarto, pongamos que fue en 2005, que es una fecha redonda. Escribía cosas muy poco regulares; cosas que aún hoy me parecen brillantes y otras que me dan ganas de quemar con azufre cuando las releo, pero ya tenía cierto criterio desarrollado y esa cosa que había pasado en la pantalla era como una lasaña light: con todos los elementos de una lasaña gloriosa pero los ingredientes sustituidos por sucedáneos o, directamente, por cosas aberrantes. Me enteré de que estaba basada en libros de esa señora que había visto en las estanterías de las librerías tiempo ha; señora que en mis años (más) mozos me daba cosica porque se llamaba como la bruja de la sirenita (sí, mis sesgos siempre han sido así de peregrinos).


Ahí había o gloria bendita deslavazada u otra Dragonlance. Esto me lleva a la segunda razón, que es culpa de la anémona que llevo dentro.

Le tengo a esto una manía...

En mi empeño por escribir bien fantasía, en tiempos pre-internet (hasta quinto de carrera, la verdad, no me sentí cómoda usando ese invento demoníaco ni tuve soltura con él) se me ocurrió que tenía que leer a la gente que lo hacía bien. Una de las cosas en las que piqué fue la Dragonlance, que me dio angina de píloro. Me dejó con un trauma (poniéndola como la ponían, siendo lo famosa que era, me imaginaba que estaba bien escrito y tal) y desarrollé aversión a (adivinad) las sagas y autores a los que ponían por las nubes y demás.


Bueno, pues al investigar sobre Ursula K. Le Guin al hilo de la miniserie, obviamente, descubrí que era una autora consagradísima y que a todo el mundo le molaba un montón. Y me dio... Cosica. Y dije “bueno, ya leeré algo” y pasaron diez años hasta que le hinqué el diente. Moraleja: igual que las buenas adaptaciones pueden abrir el camino a los libros, las malas lo dificultan o cierran, por eso me cabrean tanto.


Por el camino me vi la peli de Ghibli,
que me gustó pero tampoco me hizo salir corriendo a buscar los libros.

Husmeando en la biblioteca, ya con mi primer retoño publicado y horas ingentes de autocorrección a la chepa, me encontré con un libro suyo que no conocía (no era ni de Terramar ni tenía manos de las oscuridad ni nada) y lo cogí. Sin expectativas.

Y mira que la portada MISTERIOSA
con chaval MISTERIOSO y fogonazo de luz MISTERIOSO
tira un poco patrás...


Se titulaba Los dones, era el primero de una trilogía y me cogió el alma, la devanó, hizo un ovillo con ella y tejió una manta. Ahí estaba: canastos, botijos infinitos de magia, ausencia total de las cosas que me hacen empezar a leer en diagonal. Me leí los otros dos. El tercero me dejó agotada emocionalmente, exhausta, como si me hubieran exprimido el cerebro.


Unos libros que hasta hacía tres días no conocía. De la señora que se llamaba como la bruja mala y cuya obra me daba miedo que estuviese sobrevalorada. Salí tan tocada de esa lectura que me dio miedo coger otro libro suyo, porque esa señora tenía poder cuando escribía, el de agitarte hasta hacerte cambiar. Pocos escritores tienen esa capacidad.


He empezado varios libros suyos más, pero son muy duros. Tengo que parar a media lectura para tomar aire y convencerme de que no estoy ahí, de que no me está pasando a mí, y para luchar contra la frustración de no poder intervenir y ayudar (me ha pasado con El nombre del mundo es bosque y con En el lugar del comienzo). Me exige un estado emocional que no siempre tengo. Sabiendo todo esto, ponerme a leerla es una declaración de intenciones en sí. Un “estoy preparada para enfrentarme a esta prueba”.


Curiosamente, volvería gustosa en segunda lectura a los Anales de la costa occidental. A aprender cómo hace para devanar y tejer. Sabiendo qué me voy a encontrar, el miedo a la indefensión es menor.


Intentando condensar lo que intento decir: una no sale indemne de la literatura de Ursula K. Le Guin.

miércoles, 10 de enero de 2018

De obligaciones, presión y libertad

A ver, que yo lo entiendo.

Es mucho más fácil que alguien te diga qué hacer. Cómo tienen que ser las cosas. Si sigues postulados ajenos y salen bien, todos ganan; si resulta que fracasas (porque los postulados sean flojillos, porque no te valen a ti personalmente o porque cae un meteorito en el Atlántico) le puedes echar la culpa a otros. Es fantástico.

He vuelto a leer (si ya sé que la culpa es mía, por andar enterándome de qué piensa la gente del mundo real) lo de que el arte DEBE ser denuncia social, o protesta, o montarse en el carro de los problemas contemporáneos y demás sarta de sandeces. Tengo una vista preciosa de mi lóbulo frontal desde el sitio a donde han ido a parar mis pupilas al poner los ojos en blanco. Aprovechando que tengo este rancho en mitad del desierto para escribir lo que me da la imperial gana, voy a manifestar por qué se me están cociendo los glóbulos rojos a fuego lento.

Gracias al siglo XIX, a la muerte del canon y a la aparición del relativismo estético, el pobre concepto de arte se ha reducido simplemente a una forma de expresión voluntaria. Según los cánones varios, así simplificando muchísimo, para que una obra (literaria, plástica, dramática o musical) fuese considerada arte tenía que ser o bella o, por lo menos, transmitir claramente un mensaje. Ahora, no hace falta. Algo es arte porque la persona que lo hace dice que lo es.

Voy a poner un vídeo. Porque sí.



Si bien le veo las desventajas (el cantamañanismo, mayormente) a que el arte ya no tenga reglas, le veo las ventajas también (nadie va a venir a decirme lo que tengo que escribir o no). No, hijos míos, no: el arte ya no DEBE ser nada. El arte PUEDE ser muchas cosas, pero ese alegato que busca convertir el arte en vehículo subversivo no es más que la reacción romantizada tras la destrucción del concepto de arte; un intento ególatra de convertirse en salvadores, héroes trágicos, Artistash. Es un intentar volver a convertir al artista en figura; en el mundo en que ya se ha inventado todo y la posibilidad de innovación está reservada a los genios, es la ruptura lo que le queda al hacedor de andar por casa. En los tiempos en que estamos, se convierte en la ruptura con la ruptura previa.

Es la noción malsana de que el arte tiene que servir para algo. Ahora es cuando me remango.

Si hay algo nefasto a la hora de crear es tener que hacerlo bajo presiones. No elecciones. Ejemplo: "Quiero cambiar el mundo, así que voy a escribir una novela"; plasplas, chapó, olé, corre. "Quiero escribir una novela con gatitos que aprenden a maullar, a ver qué hago para que sea subversiva, políticamente correcta, remueva conciencias y de paso enseñe el verdadero significado del invierno", no. NO. No TIENES que adaptar tus obras a nada.

Se nos llena la boca hablando de libertad y de elecciones, pero una de las cosas a las que nadie nos enseña es a elegir con eficacia, mayormente porque eso se basa en un paso previo, saber qué queremos de verdad. Y saber eso es como poseer la piedra filosofal.

(Inciso: nótese que ni siquiera he tocado el cómo entrar en las valoraciones de la calidad de las obras, que eso es abrir otro melón.)

Saber qué quiere uno es como tener oído musical: hay quien nace con ello y flipa cuando descubre que hay quien no lo tiene y hay quien tiene que ponerle mucho empeño, dedicación y esfuerzo para averiguarlo. Crecemos entre expectativas ajenas. Nos creamos expectativas basadas en percepciones y deducciones erróneas. Acabamos sintiendo que tenemos que querer cosas u objetivos concretos por razones peregrinas como que están socialmente aceptados, porque serían subversivos o por feelings nebulosos de que "debería ser así". ¡Escribe bien! ¡Vende libros! ¡Firma libros! ¡Cosigue seguidores! ¡Cambia el mundo! ¡Crea polémica! ¡Siéntete importante!

Tengo el podeeeer

Por todo esto me cabreo cuando la gente dice que el arte, la literatura, la música o la jardinería DEBEN ser algo. Porque además, en muchos casos, es un grito de justificación de sus propias elecciones (o no-elecciones). Ya sabéis, la necesidad de ser gurús o de buscar respaldo o de imponer la dieta de la alchachofa. Se convierte en meter por un embudo aspiraciones empaquetadas, un cursus honorum de marca blanca, a la gente que aún no sabe bien lo que quiere.

Lo perniciosas que son las redes sociales a la hora de bombardear con estos "debes" también es de traca, por cierto. No me extraña nada lo extendido que está el síndrome del impostor. La única solución es descubrir qué quiere uno.

Si sólo quieres contar historias, eres libre. Escribir lo que quieras. Como quieras.

Si lo que quieres es vender libros... Esa harina no es que esté en otro costal, eso ni siquiera es harina, sino cemento. Ya lo de los seguidores y las alabanzas de la crítica es magia infernal pura; la aprobación de nuestros semejantes, una vez más, es un inframundo terrible.