sábado, 27 de septiembre de 2014

Expolia

En la ciudad de las tres culturas, una cuarta aguarda, paciente, el momento de culminar su venganza. Están ahí, esparcidos por toda la urbe, embutidos en mamposterías vetustas, escondidos en cimientos estratificados. No pasan desapercibidos y lo saben. Nos vigilan. Nos evalúan.

Esperan.

Para nosotros, sometidos a las leyes biológicas, es difícil asumir que unos trozos de roca metamórfica total o parcialmente labrados albergan consciencias transtemporales que sólo los poetas malditos podrían atisbar, describiéndolas con sus adjetivos imprecisos y su narrar delirante. Su sed de revancha los ha dotado de una paciencia infinita y aguardan tranquilos el momento de alcanzar su libertad. Mientras tanto, no están ociosas.

Mas, si queremos tratar de entenderlos, hemos de empezar por el principio. Nosotros apenas les importamos. Somos un contratiempo ínfimo comparado con el cataclismo que los encerró en piedra, en las eras geológicas que ningún ser vivo -o,al menos, ningún ser que se ajuste a lo que nosotros concebimos como "vivo"- recuerda. No conocemos sus crímenes, pero dada la proporción del castigo, deducimos que se trató de verdaderas atrocidades. Sus enemigos trataron de que su prisión fuese lo más segura posible, pero no contaron con el pensamiento abstracto que las amebas evolucionadas en homínidos terminarían desarrollando. No se imaginaron que pudieran existir en este universo la arquitectura y la escultura, ni que sus cautivos del mármol blanco fuesen mutilados; cincelados en forma de sillares y labrados con cuadrifolias.

Nuestros antepasados, habitantes y trabajadores de esta ciudad condenada, aprovecharon aquella veta maldita, que parecía tan viva y apetecible, en tantas construcciones como pudieron. Ese paso los liberó al mundo, a la luz, y pudieron desplegar su influencia. Somos incapaces de comprender el cómo. Desde entonces, no han cejado en su empeño de atraer nuestra atención. No han dejado que nuestros pequeños avatares políticos obstaculicen su plan. Cuando los edificios fueron derribados y sus piezas desmembradas, encontraron la forma de permanecer visibles.

El misterio que rodea su percepción no desvela cómo han conseguido embaucarnos, cómo consiguen atrapar nuestros ojos aun ahora, provocando nuestra fascinación. Quizá se alimenten de ella. Nos llaman desde los muros, destacando con su blancura entre el gris y el pardo circundante, y ostentan, cuando pueden, las formas que los artesanos les dieron. Han despertado así en muchas almas la necesidad de buscarlos, de desenterrarlos, de sacarlos a la luz. Efusivos eruditos y orgullosos arqueólogos se regocijan cuando una nueva pieza de mármol es descubierta. ¿Quién sabe qué más corazones han inflamado, y cómo? No es casualidad que éstas, las nuestras calles, estén preñadas de misterio y circulen las leyendas como lo hacen. Son ellos. O ello. No sabemos si en su dimensión es posible un plural.

Las piedras están ahí. Las piedras hablan, sin lenguaje y sin palabras, y en nuestra parca consciencia ignoramos que somos sus marionetas. Sus herramientas. No podemos saber cuál es su objetivo, pero por ahora se contentan con salir a la luz y mirarnos desde los muros y murallas. Han conseguido que las reaprovechemos, civilización tras civilización; hemos caído bajo su hechizo, su yugo, su poder. Estamos, inconscientes, en sus manos, a merced de su pétrea voluntad. No podemos saber qué están haciendo con nosotros, a dónde nos llevan, si nos están utilizando para consumar una venganza atávica, cruel, contra la que no nos podremos, inocentes, rebelar.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Historia de una pelusa

La pelusa vivía bajo la cama, tras una de las patas, parapetada convenientemente entre ésta y la pared. En las sombras, se nutría de pelos abandonados, yeso caído, miguitas desharrapadas y excitantes elementos indeterminados que los habitantes de la casa traían de la calle pegados en la suela de sus zapatos.

Había luchado mucho para llegar a ser una pelusa decente. En un principio sólo había sido una mota de polvo, volátil y voluble, que podía haber acabado sus días atrapada en un trapo. Sin embargo, su ambición la había llevado a aliarse con fibras recias y a codearse con trémulas partículas de dudosa moral.

Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Había crecido demasiado. Habían detectado su presencia. Esperaba que no recurriesen a la temible aspiradora; si era sólo una escoba lo que la esperaba, tendría opción a defenderse. Si...

No tuvo tiempo para pensar. Unos dedos decididos la cogieron en volandas y la arrancaron de su pata protectora, desgarrándola. Sin poder reaccionar, reconoció la ventana, y de repente dejó de sentir los dedos que la apresaban para pasar, con un vértigo infinito, a deshacerse en el viento, maravillada en sus últimos instantes por la incomparable sensación de volar.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Tap, tap

Tap, tap.

Las gotas de agua golpeaban rítmicamente la ventana, cayendo desde el canalón, dejando surcos en el polvo ennegrecido, creando una débil ranura por la que entraba la luz.

Tap, tap.

La sangre, sin embargo, corría en hilos silenciosos por sus piernas, asumiendo el papel de las lágrimas que no se atrevía a derramar. No podía, sin embargo, limpiar un ápice de la suciedad que sentía envolviéndola. No habría luz para ella. Nunca más.

Tap, tap.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Vapor de dignidad

Allí estaba él, de barro hasta las rodillas, envuelto en un hedor insoportable que llegaba a embotarle los oídos, intentando sostener su carga un segundo más, mientras su espalda aullaba de dolor. Era imposible escapar de allí sin consecuencias. ¿Cuánto podría aguantar? ¿Por qué estaba haciendo todo esto?

Soltó su carga en el lugar indicado, resoplando, y volvió a cruzar el barro apestoso en busca de la siguiente remesa. Alguien le había dicho una vez que el trabajo dignificaba. Si aquello tenía algo que ver con la dignidad, que viniese dios y lo viese. Que se metiera él en esa charca maloliente a partirse el lomo, a ver si luego era capaz de salir con la cabeza alta, y no doblado y sollozante tras nueve horas de dolor.

El hombre que había sido llevaba mucho tiempo muerto. No quedaban ya sueños, esperanzas ni anhelos. Aquel que fue no se habría conformado con vivir un día más una vida que no era tal.

En el despojo que se arrastraba vendiendo su tiempo por un bocado y un techo no había sitio para la poesía o la belleza. Sólo le quedaba llorar, asumiendo un duelo eterno y amargo por la pérdida de la que fue su identidad.