miércoles, 23 de octubre de 2019

De censura, idiotización y libros chungos

Yo crecí en los 80 y sobreviví, como dice la canción. Según varias definiciones que he encontrado por la red, además, soy "millenial", que es otra etiqueta que pone la gente para defender Su Chozo indefinido y que mete en el mismo saco a nativos digitales y a gente a la que no nos dejaron tocar un ordenador sin supervisión hasta las quince años, pero que supongo que aglutina a un montón de peña a la que timaron con aquello de que sacarte una carrera te ayudaría a encontrar trabajo y utopías así.

Los niños, en mis tiempos, salían a la calle en bicicleta y se escalabraban en el parque, además de llevarse reprimendas si suspendían en el colegio y de leer cosas peligrosas. Sí, leíamos cosas chunguísimas, nos llenábamos los abazones mentales con incorrección política, la abrazábamos a manojos. Mortadelo y Filemón, Astérix y Obélix, Los Cinco, Torres de Malory. Droga dura, colegas. Bueno, a mí no me parecía droga dura en su momento, pero al parecer son demasiado para las nuevas generaciones. Las reediciones de estas obras de Enid Blyton han sido "editadas" para quitarles las partes polémicas, supongo que bajo esa mirada sobreprotectora que tiene la gente que opina que los niños tienen el criterio de una lechuga iceberg.

¡No, hijo mío, no leas eso, que es peligroso y políticamente incorrecto!
 ¡Vente mejor a ver Sálvame!

A ver, que yo me acuerdo de leerlos, y me acuerdo específicamente de Ana y de Jorge, y de pensar a mis tiernos años de primaria "claro, son libros viejos, de cuando pensaban que las niñas eran tontas y no les dejaban hacer cosas guays". FIN DEL TRAUMA. Había muchos "libros viejos" por mi casa, porque mi madre y mi tío habían leído mucho, y en ellos la gente hacía cosas raras de ese tipo, como comer galletas de gengibre, jugar al lacrosse y tener una mentalidad que iba atrasada 30 años.

Qué bien, pensaba yo, que ahora no es así y las niñas podemos hacer lo que queramos. Podíamos. Podíamos montar en bicicleta, ensuciarnos, gritar, hacer el cafre, lo que quisiéramos. Es lo que veía en mi casa y lo que vivía en mis carnes. Y, lo que es casi más importante, esos libros eran la prueba de que en cierto momento anterior no había sido así. Las cosas habían cambiado a mejor, lo cual significaba que las cosas injustas o estúpidas que se hacen tradicionalmente pueden cambiar a mejor.

Esconder y maquillar las obras que son hijas de su tiempo no es más que hacer un "nunca hemos estado en guerra con Eurasia". Qué va, aquí hemos sido siempre todos seres de luz. Para forjar el criterio no tienes que alterar datos, tienes que presentar lo que había y lo que hay y jugar al "busca las siete diferencias".

Los niños no son idiotas a menos que los idioticemos a base de mentirles. A las atrocidades hay que mirarlas a los ojos para que no te muerdan el culo: la literatura puede servir perfectamente como vacunación ante mierdas inadmisibles. Exponerte a una dosis segura de que hay gente que pensaba (y que igual todavía piensa) que las niñas son tontas y pensar sobre ello y considerarlo una chorrada supina te previene para reírte en la jeta de quien te encuentres en la vida real intentando convencerte de eso, en lugar de tomarlo en consideración como idea nueva.

No se protege a los niños del horror ocultándoselo, sino enseñándolos a reconocerlo y a enfrentarse a él. Claro, que esto segundo requiere dedicación y no se lo puedes dejar a la tablet. Requiere contestar preguntas, implicarse, hacer un ejercicio de criterio propio. No seáis vagos si estáis educando cachorros. No deleguéis en los colegios lo que deberíais hacer en casa. No le echéis la culpa a los demás de que no ejercen la labor que deberían ejercer los progenitores.

Ayudad a los niños a ser libres a la luz de los hechos en vez de hundirlos en la oscuridad de la sobreprotección.